Releyendo un libro que me gusta mucho, en busca de material para uno de mis cursos, cuyo autor es Dale Carnegie, me topé con este interesante y reflexivo texto que amablemente el autor tomó de W. Livingston Larned y lo compartió en su libro "Cómo ganar amigos e influir sobre las personas".
La verdad a mí como madre me tocó e inmediatamente me encontré haciendo una retrospección mental sobre mi actitud hacia mi hijo de 3 años.
Cuántas veces en momentos de estrés laboral no le prestamos la debida atención a nuestros hijos?
Cuántas veces los juzgamos o criticamos como si fueran adultos?
La verdad, lo menos que me han quedado ganas es de criticar ni juzgar, ni a usted ni a mí, pero lo que sí le pido es que el día de hoy se ponga la mano en el corazón y reflexione, y si usted sabiamente nunca ha cometido alguno de estos errores comparta el artículo y haga reflexionar a otros. Que bastante falta nos hace.
Papá Olvida
W. Livingston Larned
Escucha hijo: voy a decirte esto mientras duermes, una manecita metida bajo la mejilla y
los rubios rizos pegados a tu frente humedecida. He entrado solo a tu cuarto. Hace unos
minutos, mientras leía mi diario en la biblioteca, sentí una ola de remordimiento que me
ahogaba. Culpable vine junto a tu cama.
Esto es lo que pensaba, hijo: me enojé contigo. Te regañé cuando te vestías para ir a la
escuela, por que apenas te mojaste la cara con una toalla. Te regañé por que no te limpiaste
los zapatos. Te grité por que dejaste caer algo al suelo.
Durante el desayuno te regañé también, volcaste las cosas. Tragaste la comida sin cuidado.
Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste demasiado el pan con mantequilla. Y cuando te
ibas a jugar y yo salía a tomar el tren, te volviste y me saludaste con la mano y dijiste:
¡Adiós papito! Y yo fruncí el entrecejo y te respondí: ¨¡Ten erguidos los hombros!¨
Al caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de rodillas, jugando en la
calle. Tenías agujeros en las medias. Te humillé ante tus amiguitos al hacerte marchar a
casa delante de mi. Las medias son caras, y si tuvieras que comprarlas tú, serías más
cuidadoso. Pensar, hijo, que un padre diga eso.
¿Recuerdas, más tarde, cuando yo leía en la biblioteca y entraste tímidamente con una
mirada de perseguido? Cuando levanté la vista del diario, impaciente por la interrupción,
vacilaste en la puerta. ¨¿Qué quieres ahora?¨ te dije bruscamente.
Nada respondiste, pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste los brazos al cuello
y me besaste, y tus bracitos me apretaron con un cariño que Dios había hecho florecer en tu
corazón y que ni aún el descuido ajeno puede agotar. Y luego te fuiste a dormir, con breves
pasitos ruidosos por la escalera.
Bien, hijo; poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y entro en mi un
terrible temor. ¿Qué estaba haciendo de mi la costumbre? La costumbre de encontrar
defectos, de reprender; esta era mi recompensa a ti por ser un niño. No era que yo no te
amara; era que yo esperaba demasiado de ti. Y medía según la vara de mis años maduros.
Y hay tanto de bueno y de bello y de recto en tu carácter. Ese corazoncito tuyo es grande
como el sol que nace de las colinas. Así lo demostraste con tu espontáneo impulso de
correr a besarme esta noche. Nada más que eso importa esta noche, hijo. He llegado hasta
tu camita en la oscuridad, y me he arrodillado, lleno de vergüenza.
Es una pobre explicación; se que no comprenderías estas cosas si te las dijera cuando estás
despierto. Pero mañana seré un verdadero papito. Seré tu compañero, y sufriré cuado
sufras, y reiré cuando rías. Me morderé la lengua cuando esté por pronunciar palabras
impacientes. No haré más que decirme, como si fuera un ritual: ¨No es más que un niño, un
niño pequeñito¨
Temo haberte imaginado hombre. Pero al verte ahora, hijo, acurrucado, fatigado en tu
camita, veo que eres un bebé todavía. Ayer estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza
en su hombro. He pedido demasiado, demasiado.